"Fuera del perro, un libro es probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro probablemente está demasiado oscuro para leer." (G.Marx)

lunes, 26 de abril de 2010

CUANDO LA HISTORIA SUPERA A LA FICCIÓN: LA ANÁBASIS DE JENOFONTE

Los incrédulos dudan, y es que estas cosas pasan poco pero pasan. Jenofonte nació de padres terratenientes en el demos de Atenas en el 431 a.C., el mismo año que comenzó la guerra del Peloponeso. Fue discípulo de Sócrates y cuando llegó a la edad militar pasó a integrar las filas de la caballería aristócrata ateniense.

Cuando Atenas perdió definitivamente la guerra Jenofonte fue uno de esos muchos griegos que comenzaron a alquilar sus espadas a buen precio. Tras 30 años ininterrumpidos de conflicto los soldados helenos habían alcanzado fama en el extranjero, y ya que muchos de ellos no eran capaces de desempeñar otra función su demanda creció como la espuma. Fue por eso que Ciro el Joven, hermano menor del rey de reyes Artajerjes II, acudió a la hélade en busca de un ejército con el que liquidar a su hermano y hacerse con el trono del inagotable Imperio Persa. Reclutó a unos 10.000 griegos, la mayoría espartanos (de entre la gente que no sabía qué hacer en vez de guerrear, los espartanos se llevaban la palma), de un total de 50.000 soldados según algunas fuentes. En Cunaxa, unos 70 km al norte de Babilonia, se libró la batalla definitiva. Las tropas de Artajerjes, señor de las cuatro esquinas del mundo, aniquilaron al ejército de su hermano, muriendo el mismo Ciro en la batalla. Sólo el flanco derecho, compuesto por la élite espartana dirigida por el legendario Clearco, consiguió sobrevivir prácticamente intacto a la sangría.

Esa noche llegaron emisarios persas al campamento griego; Artajerjes II ofrecía a los supervivientes su magnanimidad, pues como extranjeros y mercenarios ya nada les ataba a la fraticida empresa de su hermano. Para acordar una tregua en condiciones se citó a todo el alto y bajo mando de los griegos en el campamento persa a la mañana siguiente. Todos acudieron, todos excepto un tal Jenofonte, un oficial de bajo rango que estaba enfermo, y por supuesto todos ellos fueron asesinados. Cuando la noticia de la traición llegó al campamento griego cundió el pánico, la muerte de Clearco, así como la del resto de oficiales, dejaba a los griegos a total merced de Artajerjes. Cuando Jenofonte despertó se había convertido en el oficial de más alto rango del ejército, rápidamente se hizo cargo de la situación, reunió a los hombres y pronunció un discurso en el que afirmaba que, costara lo que costara, él llevaría a aquellos hombres de vuelta a casa. En plena noche, aprovechando la sorpresa del enemigo que les acechaba y antes de que los persas pudieran intentar nada, Jenofonte levantó el campamento y puso rumbo al oeste desde el mismo corazón del Imperio Persa.

Entre los griegos y las aguas del Egeo se interponían más de 4.000 kilómetros poblados de tribus bárbaras, montañas que apresaron al mismo Prometeo, cientos de ciudades enemigas que no ofrecerían ni cobijo ni alimento y desiertos que aún hoy no han conseguido conquistar los soldados estadounidenses. Además de un innumerable ejército persa pisándoles los talones. El éxito griego estaba mucho más allá de línea de lo factible, y nadie necesitaba un oráculo para vaticinar su inminente derrota. Pero para bien o para mal la historia, o la vida si se prefiere, tiene a veces pequeños detalles, y el resultado final puede ser impredecible. Cientos de soldados griegos murieron, bien sorprendidos por los ataques persas, bien sepultados bajo el hielo o engullidos por la danza de las dunas del desierto, pero el ejército, con Jenofonte a la cabeza, seguía avanzando.

La causa en parte debe buscarse en unos soldados bastante peculiares que poblaban el ejército heleno. Se trataba de jóvenes pastores reclutados en Rodas que habían convertido su honda de caza en un arma letal. Los lacedemonios los llamaron con sorna “los apicultores de Jenofonte” debido al silbido que emitían sus balines cuando salían disparados de la honda. Los espartanos solían burlarse de ellos por su aspecto aniñado y femenino y por la deshonra que acarreaba la lucha a distancia. Un día Jenofonte realizó una prueba de tiro. Resultó que cada uno de estos soldados podía alcanzar entre ceja y ceja a un enemigo a una distancia dos veces superior a la que llegaba cualquier arco. No volvieron a oírse risas entre los espartanos. Los apicultores movían siempre entre la retirada y los flancos, defendiéndolos de los comunes ataques y asegurando siempre que el enemigo se detuviera a una distancia prudencial, y los espartanos por su parte acudían al rescate si alguna escaramuza persa amenazaba con alcanzar a los indefensos tiradores.

Finalmente cuando Jenofonte creía estar por fin cerca de la colonia griega de Trapezunte (actual Turquía) llegaron a la retaguardia profundos alaridos de la cabeza de la expedición, que acababa de subir una colina. Jenofonte mandó formar rápidamente las tropas y acudió al rescate a la cima de la ladera tan rápido como pudo. Con forme subía se hacía mayor el griterío, y arriba encontró a cientos de sus soldados yaciendo en el suelo. Entonces entendió lo que decían entre lagrimas: “¡Thalassa! ¡Thalassa!”, “El mar, El mar”. Meses después los griegos volvían a divisar mar abierto, su ruta directa a casa.

Pero aún quedaba una desagradable sorpresa para estos miles de odiseos, en los alrededores de Trapezunte los soldados encontraron una gran cantidad de paneles de abejas, y rápidamente se dispusieron a disfrutar de la victoria degustando el inesperado manjar. Hoy conocemos la posibilidad de intoxicación con las grayanotoxinas de la miel, pero en aquella época se atribuyó a un castigo divino. Muchos de los que habían sobrevivido al viaje murieron ese día en Trapezunte, celebrando el seguir con vida, apicultores incluidos.

Fue así como Jenofonte acabó por cumplir su promesa y escribió una de las páginas más inverosímiles de la historia. Vivió el restó de su vida acogido en Esparta, dedicado a la escritura de libros de historia y filosofía. Su obra Anábasis, donde narra la Expedición de los 10.000, es muy utilizada entre los estudiantes de griego clásico por su gramática clara y su prosa directa y simple. Es también uno de los libros más aburridos que he leído nunca, pero mas allá del soporífero estilo del autor se esconde una de esas historias emocionantes e increíbles que le hacen pensar a uno que todo es posible, una historia además que Hollywood no ha destrozado todavía. No se si en Los Angeles están enterados de estos asuntos, pero por favor no les comentéis nada, que sea nuestro pequeño secreto.

viernes, 16 de abril de 2010

AVISO PARA NAVEGANTES

Tenga cuidado. El paso del tiempo afecta indiscriminadamente a todos los seres y objetos. Su avance es implacable e impredecible, modela los contornos, erosiona las formas, incluso puede afilar las aristas. Extiende su alcance sobre todas las cosas, y las huellas de su acción pueden alterar despiadadamente cualquier forma y contenido. Este puede ser el motivo de que no reconozca a primera vista personas y cosas que, de hecho, le son familiares. Extreme las precauciones.